Inflación de derechos.

A diferencia de lo que parece sostener Gonzalo Linazasoro, el problema de la inflación de derechos es inseparable de la forma en que el Tribunal Constitucional (TC) calibre su papel frente a las normas dictadas por los representantes de la ciudadanía.

Al declarar inaplicable el artículo 2.331 del Código Civil porque el derecho constitucional al honor comprendería la obligación de indemnizar los daños patrimoniales y, además, morales, el TC calibró desmedidamente ese papel.

Cuando a la Constitución le preocupa la extensión del daño a indemnizar, así lo dice expresamente. Por ejemplo, respecto del "error judicial", ordena una indemnización amplia: daños patrimoniales y morales. Respecto de la expropiación, una restringida: sólo patrimoniales. ¿Qué dice respecto al derecho al honor? Nada.

Frente a este silencio, debe entenderse que la materia está en manos del legislador democrático, no en las del TC. Para concluir esto no importa que el artículo 2.331 haya sido siempre "contrasistémico", como apunta el señor Linazasoro. Es una regla especial, sin duda, pues la general es que se indemnice todo daño, y la Ley de Prensa obliga a indemnizar el daño moral en caso de atentados contra el honor cometidos a través de los medios de comunicación (aceptando, en ciertos casos, excepción de verdad).

Así, limitar la indemnización al daño patrimonial cuando no hay medios de comunicación involucrados, como ordena el Código Civil, podrá ser una excepción legislativa, incluso "contrasistémica". Pero esto no significa que sea inconstitucional, pues la Constitución aquí no prejuzga.

Gonzalo Linazasoro alude a distinguida doctrina que sostiene que el artículo 2.331 ha sido derogado "orgánicamente". Puede ser. Pero la declaración de que una norma ha sido derogada corresponde a los tribunales ordinarios, no al TC ni a otro tribunal especial.

Quizás ésta hubiese sido la respuesta más sensata de un TC que no padeciera de activismo inflacionario: absteniéndose de pisar el campo del legislador democrático, leyendo en la Constitución más de lo que dice, sugerir que se discuta la derogación del artículo 2.331 del Código Civil en la judicatura ordinaria.


*Publicado en El Mercurio

Cuatro años, con reelección.

Bajo el título “Cuatro años, sin reelección” se publica un interesante artículo de opinión de Edgardo Boeninger e Ignacio Walker, relativo a la duración del período presidencial.

La cantidad de reformas constitucionales en los últimos años sobre este punto refleja la falta de una discusión seria y la búsqueda de un acuerdo duradero. Las últimas reformas se han realizado para dar solución a problemas contingentes. Urge una mirada global al sistema político para definir cuánto debe durar el período presidencial.

Boeninger y Walker proponen un período de cuatro años sin reelección. Me permito discrepar parcialmente, proponiendo un período de cuatro años con reelección por una vez, como ocurre en Estados Unidos, lo que da lugar a una suerte de período de ocho años con una evaluación de medio término, mediante la cual la ciudadanía puede decidir poner fin al mandato. El Presidente norteamericano no tiene garantizada la reelección; la historia muestra que 24 presidentes han sido reelectos y 23, que podrían haberlo sido, no lo fueron, entre ellos, en los últimos decenios, Carter y Bush padre.

La tendencia contemporánea es hacia el acortamiento de los períodos presidenciales, pero junto con ello, especialmente en el ámbito latinoamericano, se observa que varios países han modificado sus constituciones para permitir la reelección presidencial. Aunque ello se vincule con fenómenos de caudillismo, se debe considerar que privar a la ciudadanía del derecho a reelegir a quien desempeña adecuadamente el cargo es una limitación a la voluntad popular, base del sistema democrático, difícil de justificar.

En 1856 Lastarria advertía —en plena época de los decenios— que el período de cinco años se transformaba en uno de diez, pues siempre se verificaba la reelección, debido al intervencionismo permitido por la imperfección de las leyes. Pero esto no debe ser siempre así; el desafío radica en perfeccionar la institucionalidad electoral más que en restringir los derechos de la ciudadanía en su conjunto.

Publicado en El Mercurio, por Juan Pablo Beca, Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Católica de Temuco.

Hace 80 años, el Colegio de Abogados estableció consultorios jurídicos gratuitos para pobres, que luego devinieron en las actuales corporaciones de asistencia judicial.

El antiguo sistema de apoyo jurídico a personas que carecen de recursos ha hecho crisis. Por un lado, la práctica profesional de los egresados de derecho, que pretende cumplir las funciones de formación y de defensa, satisface mediocremente ambos fines. Por otro, el turno forzoso y gratuito que se impone a los abogados atenta contra la equitativa distribución de cargas públicas.

La creación de una defensoría pública en materia penal ha sido un importante avance. En ese ámbito, como lo reconoce la Constitución, el derecho a defensa es el contrapeso esencial a la persecución criminal que la sociedad realiza por medio del Ministerio Público.

Sin embargo, el exitoso modelo del Ministerio Público, encargado de la investigación y persecución de delitos, no puede ser traspasado sin más a las diversas defensorías. El trabajo que realizan sus fiscales sólo puede estar a cargo de agentes públicos, porque supone el ejercicio de potestades asociadas al ejercicio de la coacción.

La defensa, a diferencia de la persecución, exige del abogado la independencia de juicio que caracteriza las mejores prácticas profesionales. La correcta relación del abogado con el representado tiene un componente fiduciario que debe promoverse.

Aunque la Defensoría Penal Pública ha realizado un aporte valioso al establecimiento del nuevo sistema procesal penal, subsiste el riesgo de que la defensa a cargo de un órgano estatal devengue en la ejecución de políticas públicas y no de un deber profesional de cautelar el interés del cliente.

También resulta inconveniente que órganos dependientes de la Administración del Estado asuman todas las funciones relativas a la protección de los derechos de las personas. Un ejemplo claro ocurre con las materias laborales. Si se estableciere una defensoría estatal en la materia, ocurriría que órganos gubernamentales estarían a cargo de las políticas de regulación y de fiscalización (las inspecciones del Trabajo) y también asumirían tareas de representación judicial de los trabajadores carentes de medios.

Por eso, es particularmente objetable que se efectúen avances en la constitución de hecho de un sistema de defensoría laboral de dependencia gubernativa, sin base legal ni conceptual alguna.

Organizar sistemas de defensoría efectivamente descentralizados requiere esfuerzos de diseño y de gestión que no se pueden improvisar. Una defensoría mixta, a cargo de funcionarios y de empresas licitadas, que ha sido razonablemente administrada ha favorecido hasta hoy el asentamiento del nuevo sistema penal. Pero es importante revisar ahora experiencias comparadas exitosas de sistemas descentralizados, como se previó en el debate legislativo de la defensoría penal.

Se debiera favorecer la prestación de servicios de defensoría por abogados previamente calificados en sus competencias, que actúen personalmente o como socios de sociedades de profesionales. No es pertinente comparar las defensorías con las firmas de abogados conocidas en algunos segmentos de la profesión. Éstas responden a la confianza de sus clientes y su organización se correlaciona con la extensión horizontal de sus servicios. Nada de eso ocurre con las empresas encargadas de defensorías especializadas.

La tarea es ahora evaluar y definir la función que corresponde a los órganos públicos respecto de cada tipo de defensoría, especialmente en materia laboral. La solución óptima, desde el punto de vista de la relación profesional, sería que las defensorías asumieran la función de licitar, regular y controlar el correcto funcionamiento de un servicio de asesoría y representación judicial semejante al que gozan quienes tienen recursos para procurarse la defensa.

Un buen sistema de calificación de competencias y de información acerca del grado de satisfacción de los representados y estadísticas, a cargo de la Defensoría Pública, podría contribuir a que quienes reciben apoyo del Estado decidan sobre una base informada el abogado que habrán de contratar.

La sociedad cumple una función de justicia distributiva al garantizar defensa a quienes no se la pueden procurar por sí mismos. El objetivo es lograr un acceso a la justicia de quienes carecen de medios a costos abordables y de razonable calidad, lo que exige un diseño organizativo que promueva las mejores prácticas profesionales.

* Publicado en El Mercurio, por Enrique Barros. Pdte. del Colegio de Abogados A.G.

¿Muchos abogados, poca calidad?

Se ha desatado una polémica en torno al número de abogados, su calidad y las posibles medidas para elevarla. Algunos han propuesto como solución la creación de un examen único que mida los conocimientos que debiera tener todo abogado al egresar para asegurar "un mínimo de calidad". Si bien aumentar la calidad es una aspiración positiva, conviene analizar en profundidad los instrumentos que se utilizarían pues, al final, pueden causar más costos que beneficios.

Previo a ello debe darse una mirada más profunda a la extendida idea que afirma que en Chile hay muchos abogados. Si comparamos el número de abogados per cápita, nuestro país no está ni cerca de los primeros lugares. Mientras Chile tiene 13,3 abogados cada 10 mil habitantes, Argentina tiene 35,3; Brasil, 28,1 (CEJA), y el Estado de Nueva York, 20,4. Se ha argumentado también que lo verdaderamente preocupante es la baja posibilidad de encontrar empleo que tendrían los futuros abogados. Este es otro argumento cuestionable. Según información del Mineduc en el portal futurolaboral.cl, el índice de empleabilidad de los abogados después de dos años de titulados es de 92%, cifra que aumenta a 96% después de cuatro años. Tampoco es éste un mercado saturado, según estudios de trabajando.com. En conclusión, estas cifras nos muestran un mercado similar al que existe en otras profesiones en Chile y en el mundo.

Un tema distinto es la calidad de los egresados de derecho. Lo primero que debe recordarse es que las diferencias en la calidad son naturales en un sistema que ha crecido considerablemente en cobertura en la última década. Los intereses, necesidades y requerimientos de los postulantes son distintos y, por ello, algunas facultades se centrarán en determinados aspectos en las que otras no pondrán mayor atención por la composición de su alumnado. Al mismo tiempo, la discusión en torno a la calidad se suele realizar sobre el supuesto de que hay una definición única de ésta. Y es eso lo que ha pasado ahora, pues la calidad se ha vinculado exclusivamente con ciertos conocimientos específicos -aún no definidos explícitamente- y no, en cambio, con otros tal vez menos tradicionales, o con habilidades como la capacidad de argumentación oral o escrita.

En este contexto, el examen único nacional que algunos han promovido genera dudas. La primera es por qué sería éste un mejor mecanismo para medir la calidad que la decisión libre de quienes requieren de sus servicios. Actualmente, el empleador o los futuros clientes toman su decisión teniendo en consideración una serie de elementos y juzgan la calidad del abogado en conformidad con éstos. Un examen nacional, si bien puede generar información, también puede generar inconvenientes. Ante todo, su existencia podría promover la homogeneidad de los contenidos y de las mallas curriculares en las diversas casas de estudio. Además, no es inocuo quién será el responsable de hacer la evaluación. Todos los candidatos -el Estado, la Corte Suprema, alguno de los colegios de abogados o las universidades- tienen interés en el asunto y diversos incentivos que podrían llevar a disminuir la competencia o controlar los contenidos de la carrera. Finalmente, no debe menospreciarse el daño que podría causarse a futuras generaciones de abogados si se opta por un instrumento incorrecto, ya sea porque mide contenidos inadecuados o excesivos en nombre de una calidad que probablemente no se alcanzará por esa vía.

En el debate se ha citado como ejemplo a seguir el examen médico nacional. Aun cuando no conocemos estudios que permitan demostrar que la calidad ha aumentado, lo cierto es que la dinámica política y corporativa incentiva que esos exámenes voluntarios degeneren en obligatorios. De hecho, en el caso de la medicina, hace algunos meses se publicó la ley que hace obligatorio aprobar esta evaluación para los médicos que acceden a ciertos cargos en la administración pública. ¿Queremos que ocurra lo mismo en el área del derecho?

En definitiva, si la preocupación real es la calidad, existen otros instrumentos más adecuados para promoverla. El sistema de acreditación de carreras está iniciando su existencia, y parece ser una buena opción. Otro igualmente importante es entregar información y fortalecer la capacidad de elección para que quienes eligen universidad o contratan a un abogado consideren todos los elementos disponibles que permitan una decisión informada.

Publicado en El Mercurio, por Sebastián Soto; Jorge Jaraquemada; y Rodrigo Yañez.

Tribunales de familia.

Por fin el Poder Judicial parece haberse dado cuenta de que la gestión administrativa de los tribunales de familia es uno de los factores que explican su colapso.

Nadie desconoce los problemas de diseño legal e implementación que afectaron y afectan hasta hoy su funcionamiento, pero una mirada acerca de "cómo" se organiza y se administra el trabajo de un tribunal estaba completamente ausente del diagnóstico judicial.

El ministro Héctor Carreño ha dado en el clavo cuando resalta la necesidad de aunar criterios y procedimientos, tanto en la tramitación de las causas como en el manejo interno de los tribunales, así como la necesidad de capacitar a los jueces de familia para estandarizar la acción de estos tribunales. En la actualidad, es posible encontrar tantos procedimientos como tribunales (incluso tantos como salas de un mismo tribunal), lo que genera incertidumbre entre los operadores del sistema y, en casos extremos, puede llevar a la indefensión de las personas.

Es de esperar que este ejercicio de autoevaluación judicial se mantenga y que la Corte Suprema acoja las propuestas del ministro Carreño que, sin duda, beneficiarán a los usuarios del sistema, entre los cuales, no podemos olvidar, hay niños, niñas y adolescentes.

Publicada en El Mercurio, por Macarena Vargas Pavez.

Nombramientos para la Corte Suprema.

Lo ocurrido en el Senado con la propuesta de nombramiento de un ministro de la Corte Suprema pone sobre el tapete el sistema de generación del más alto tribunal de la República y, al mismo tiempo, los criterios aplicados para cumplir con el sistema y realizar tales nombramientos.

Por largos años, rigiendo las constituciones de 1925 y de 1980, hasta la reforma de esta última de 1997, los ministros de la Corte Suprema fueron nombrados por el Presidente de la República de una nómina propuesta por la Corte Suprema. La fórmula, explicada por la supuesta necesaria intervención del Presidente en un sistema político definido precisamente por sus prerrogativas, recibió siempre críticas, las más fundadas en el peso, calificado de excesivo, de la autoridad presidencial. Sin embargo, se decía también con certeza que los presidentes habían ejercido siempre sus atribuciones con un enfoque de Estado, ajeno por igual a intereses partidistas e ideológicos.

A la sola intervención de la Corte Suprema y del Presidente de la República se agregó entonces la participación del Senado. El debate habido en el Parlamento, liderado por la entonces ministra Alvear y el senador Romero, mostró razones básicas y fundamentales. La idea de un contrapeso a la autoridad presidencial surgió como primera justificación. La exclusiva intervención del Presidente era obviamente una fórmula que favorecía per se la intervención política y se prestaba como ninguna otra, entre otros por el secreto en que operaba, para decisiones del mismo corte; la independencia de los jueces podía verse entonces seriamente comprometida. Por todo lo dicho, la fórmula nueva sería siempre mejor que la que se sustituía.

Por otro lado, el fortalecimiento de las atribuciones del Senado caía en un terreno fértil, caracterizado por intereses que apuntan siempre a morigerar los elementos que configuran el presidencialismo. Además, se agregaba el argumento que caracteriza al Senado como un cuerpo menos partidista, menos ideológico y de mayor moderación. Correspondería a éste la responsabilidad de velar por nombramientos de la mayor idoneidad. Los intereses superiores que el Senado representa o encarna permitirían la selección de jueces independientes, probos, comprometidos sólo con la más justa aplicación del Derecho.

Las razones habidas para consagrar la fórmula vigente siguen presentes. Sin embargo, algo ha fallado en estos años. Varios nombramientos han generado tensiones serias. Las más de las veces han primado las calificaciones partidistas. A los ministros se los ha adscrito a sectores e ideologías. Decisiones soberanas suyas han sido calificadas con sesgados enfoques políticos. Cuando no, se han planteado acuerdos que en verdad son pactos partidistas para cuotas políticas. Ni siquiera debiera pensarse que un ministro de la Corte Suprema llega a ese alto tribunal porque es afín a una posición partidista; pero la realidad inclina hacia ese juicio lamentable.

El problema parece estar en que los fundamentos de estos rechazos y nombramientos, en muchos casos, no son los que debieran justificarlos. No ha fijado el Senado estándares objetivos para justificar su decisión. No se conoce la aplicación de criterios de mérito ni de eficiencia. Tampoco de valoración de la trayectoria de los ministros, para relevar su formación, su interés en perfeccionarse, sus riqueza para sentar jurisprudencia, su aporte al Derecho. El trabajo de los jueces puede medirse y calificarse (hay muchos instrumentos; por ejemplo, en Inglaterra se consulta a los abogados). Lo que no es procedente es hacerlo con criterios que por esencia les deben ser ajenos.

El error no está en la fórmula, sino en su aplicación. Ella excluye, por esencia, que el centro de la decisión del Senado sea la posición política del juez. Lo que la inspira y lo que debe primar en su aplicación es la calidad de éste. Es responsabilidad del Senado definir y expresar los componentes de esa calidad. A las exigencias previstas para el ingreso a la carrera judicial deberían llegar a sumarse para integrar la Corte Suprema estos otros criterios, que refuerzan la idoneidad de los jueces y su competencia profesional a más de cuidar su independencia.

La señal que se está dando es definitivamente mala. El Senado lleva a los ministros a un terreno que les es ajeno y al que el propio legislador constitucional, con razón y por experiencia jurídica indiscutida, les prohíbe entrar. Quienes legítimamente aspiran a llegar a la Corte Suprema ¿deberán, en alguna oportunidad, estratégicamente y según las mayorías contingentes, hacer expresiones políticas o asumir posiciones ideológicas para asegurar su viabilidad como futuros ministros de esa Corte? No. Categóricamente no

* El Mercurio, por Orlando Poblete Iturrate.

El Colegio de Abogados acaba de criticar la forma en que se estructura la Defensoría Penal Pública. A su juicio, el modelo de organización estatal impide una verdadera relación profesional: una relación mediada por la confianza y por la lealtad del abogado ante los intereses del cliente. Una entidad burocrática, en cambio, trasladaría la lealtad del defensor público desde el cliente -donde naturalmente debe situarse- hacia el superior jerárquico, perjudicando de ese modo los intereses de los particulares.

Ese análisis reposa sobre algunos malentendidos que conviene disipar. En materia de defensa pública existen básicamente dos modelos: en primer lugar, el público, en el que los defensores son íntegramente funcionarios del Estado y forman parte normalmente del Poder Judicial o de instituciones autónomas. Éste es el sistema que se ha desarrollado con más fuerza en América Latina, especialmente en países como Argentina y Costa Rica.

Por otro lado, existen modelos íntegramente privados, en los que el Estado distribuye fondos a abogados particulares para que presten servicios de defensa pública. Este sistema existe básicamente en Europa continental y en algunos países del Common Law. En todos ellos, formar parte del Colegio de Abogados, la Bar Association o la Law Society es condición para el ejercicio profesional, por lo que el Estado asigna un rol preponderante a estas instituciones en la asignación y en el control de los fondos.

Existen, por último, los sistemas mixtos en los que se combinan esfuerzos públicos y privados y que se han desarrollado fundamentalmente en Estados Unidos y, en los últimos años, en el Reino Unido.

Es el caso de Chile: en él prestan defensoría abogados privados con financiamiento público.

La defensoría es prestada por un número de alrededor de 150 abogados, que son funcionarios de la institución, y otros 300 abogados particulares contratados por ésta a través de licitaciones.

Las ventajas de este último sistema radican en la posibilidad de contar con una institución que sea parte del debate público en materia de justicia, pero que también cumpla a cabalidad con su papel de representar lealmente en juicio los intereses de sus clientes. En el sistema chileno, por ejemplo, a diferencia de lo señalado por el Colegio de Abogados, no existe la posibilidad de impartir instrucciones respecto de las estrategias de defensa -la ley lo prohíbe expresamente-. Las únicas instrucciones que el defensor debe recibir son las de su cliente.

En cambio, puede sostenerse que la organización de la defensa en Chile es en algunos respectos superior incluso a la forma en que se organiza el mercado de los servicios profesionales de los abogados.

En efecto, el sistema de defensa mixto que se describió cuenta con un régimen de estándares dirigido a medir la calidad del servicio prestado -siguiendo en esto el sistema anglosajón-, lo que naturalmente constituye una ventaja en la protección de los derechos de los clientes. Como es sabido, el principal problema de la relación profesional no es la índole jerárquica o no de la relación -como teme el Colegio-, sino la asimetría de información entre el cliente y el abogado. Esa asimetría se corrige mejor en el sistema de defensa mixta que en la prestación íntegramente privada de servicios legales.

Por último, y como se dijo, el sistema es mixto: casi dos tercios de los casos los llevan abogados particulares y empresas que se adjudicaron ese derecho a través de licitaciones.

Cuesta entender entonces las aprensiones del Colegio de Abogados.

La presencia privada que reclama el Colegio está ya presente. Salvo, claro, que se pretenda una diferencia sustancial -que no la hay- entre la organización de los estudios de abogados que prestan servicios de defensa pública previa licitación y cualquiera de los grandes estudios de abogados que hoy existen en Chile. Ambos se organizan a través de modelos empresariales.

El único punto en el que el Colegio de Abogados tiene razón es en el problema de la falta de autonomía política de la defensoría respecto del Gobierno. Ese sigue siendo un tema pendiente, pero afortunadamente, hasta ahora, y tal como lo ha mostrado la nueva defensora nacional en sus declaraciones públicas, no ha afectado la lealtad con que los defensores públicos (locales y licitados) cautelan los intereses de sus clientes.

*El Mercurio de Santiago, por Rodrigo Quintana, Ex Defensor Nacional.

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